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Isa dice que las relaciones amorosas la hacen florecer y asegura que el olor del amor hecho con uno es un poderoso afrodisíaco para todos los demás. El embajador Trotti hizo señas para que le llenaran de nuevo el bocal y, tras un largo sorbo, prosiguió: -Mi fiduciario de allá abajo, Ludovico Terzaghi, me tiene informado hasta en los más mínimos detalles de cuanto sucede. La otra dama que os he mencionado, Dona Andrea, es la hija de un dignatario de la Corte de origen trevisano, Alvise degli Alzigani. Rubia, con matices más bien oscuros, tiene unos bellísimos ojos verdes que siempre te miran un poco pasmados, quizá porque no ve bien alla longa. El cuerpo es regordete y tiene unas hermosas y pulposas piernas, cuyas formas se entrevén sin dificultad por las curvas de sus vestidos. La mirada y los movimientos denotan un fuego interior que no arde sólo en el corazón y que contrasta bien con la indolencia de sus modos, bien con la musical flema de su habla, que refleja las dulces cadencias del dialecto véneto. Dona Andrea posa las palabras sobre los demás, lenta y suavemente, como los camellos apoyan sus grandes patas en la arena abrasada por el sol del desierto. Se emociona en cuanto conoce a alguien que podría reavivar su fuego interior, lo que se aprecia fácilmente en sus ojos, porque enseguida empiezan a resplandecer con una luz insólita, alimentada por su calor interno. Pero su natural indiferencia, una especie de elegante fatalismo, le impide tomar cualquier iniciativa para alimentar o apagar ese ardor. Por suerte, muy a menudo encuentra quien galantemente suple su apatía... Aunque sólo por poco tiempo, porque apenas aplacado, el fuego vuelve a arder ante cualquier nueva ocasión que de antemano se anuncie agradable.