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eran puras como luz de estrellas, y su resplandor era suave y amistoso en el
alto cielo nocturno. Pero lo más hermoso de todo era la habilidad con la que
volaban; los extremos de sus alas avanzando a un preciso y constante
centímetro de las suyas.
Sin decir palabra, Juan les puso a prueba, prueba que ninguna gaviota había
superado jamás. Torció sus alas, y redujo su velocidad a un sólo kilómetro por
hora, casi parándose. Aquellas dos radiantes aves redujeron tambien la suya,
en formación cerrada. Sabían lo que era volar lento.
Dobló sus alas, giró y cayó en picado a doscientos kilómetros por hora. Se
dejaron caer con él, precipitándose hacia abajo en formación impecable.
Por fin, Juan voló con igual velocidad hacia arriba en un giro lento y vertical.
Giraron con él, sonriendo.
Recuperó el vuelo horizontal y se quedó callado un tiempo antes de decir:
-Muy bien. ¿Quiénes sois?
-Somos de tu Bandada, Juan. Somos tus hermanos. -Las palabras fueron
firmes y serenas-. Hemos venido a llevarte más arriba, a llevarte a casa.
-¡Casa no tengo! Bandada tampoco tengo. Soy un Exilado. Y ahora volamos a la
vanguardia del Viento de la Gran Montana. Unos cientos de metros más, y no
podré levantar más este viejo cuerpo.
-Sí que puedes, Juan. Porque has aprendido. Una etapa ha terminado, y ha
llegado la hora de que empiece otra.
Tal como le había iluminado toda su vida, también ahora el entendimiento
iluminó ese instante de la existencia de Juan Gaviota. Tenían razón. El era
capaz de volar más alto, y ya era hora de irse a casa.