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Aun en aquel momento espantoso no me di cuenta de qué lo que veía era común a toda Londres y no, como lo imaginaba, un desastre local, provocado por la rotura de algunas damajuanas en nuestro sótano. (Estaba lleno con toda clase de productos químicos, de cuyas propiedades yo era ignorante, por ocuparme, como lo hacía, de la parte contable Y no de la científica de nuestro comercio.) Abrí la única ventana de mi oficina y grité otra vez pidiendo ayuda. La calle estaba callada y oscura en la ominosamente inmóvil niebla, y lo que me paralizó entonces de horror fue encontrar la misma atmósfera letal, asfixiante, de las oficinas. Al caer atraje conmigo la ventana y dejé afuera el aire ponzoñoso. Volví a reanimarme, y el estado real de las cosas empezó a aparecérseme. Estaba en un oasis de oxígeno. Conjeturé al punto que la máquina de mi estantería era responsable por la existencia de aquel oasis en un vasto desierto de gas letal. Tomé la máquina del norteamericano, temeroso al moverla de que pudiese dejar de funcionar. Apreté la boquilla entre los dientes y reingresé en la oficina de Sir John, esa vez sin sentir efectos perjudiciales. Mi pobre patrón estaba más allá del auxilio humano. Era evidente que en el edificio no había con vida nadie más que yo. Fuera, en la calle, estaba callado y oscuro. El gas se había apagado, pero aún ardían fantasmalmente aquí y allá en tiendas, las luces incandescentes, dependientes, como era el caso, de acumularse y no directamente de fuerza motriz. Me dirigí automáticamente hacia la estación de Cannon Street, por conocer el camino hasta allá aun con los ojos vendados; fui tropezando con cuerpos tendidos en el suelo, y al cruzar la calle choqué con un ómnibus espectral inmóvil en la niebla, con los caballos muertos yacentes al frente y sus riendas pendientes de la mano enervada de un conductor muerto.