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Me pareció que la mayoría de los del tren estaban muertos. A veces un grupo de combatientes desesperados trepaba por sobre lo que yacían en montones, abrían a tirones la puerta de un vagón, sacaban de igual manera a los pasajeros que estaban dentro y ocupaban, boqueando, sus lugares. Los del tren no ofrecían resistencia y yacían inmóviles donde los arrojaban o rodaban impotentes bajo las ruedas. Me deslicé como pude a lo largo de la pared hasta la locomotora, preguntándome por qué no partía el tren. El maquinista yacía en el piso de su cabina y los fuegos estaban apagados.
El hábito es una cosa curiosa.
La turbamulta que se debatía, que luchaba salvajemente por lugares en los vagones, estaba tan acostumbrada a que los trenes llegasen Y partiesen que aparentemente no se le ocurría a nadie que el maquinista era humano y estaba sometido a las mismas condiciones atmosféricas que ellos. Puse la boquilla entre sus labios purpúreos y, conteniendo mi propio aliento como un hombre bajo el agua, logré reanimarlo. Dijo que si le daba la máquina llevaría el tren hasta donde lo permitiera el vapor que había aún en la caldera. Me negué a hacer eso, pero subí a la locomotora con él, y le dije que nos mantendría la vida a los dos hasta llegar a un aire mejor. Expresó su acuerdo de manera hosca y puso en marcha el tren, pero no jugó limpio. Se negó cada una de las veces a devolverme la máquina hasta que me encontraba en estado desfalleciente de contener el aliento y terminó por derribarme al piso de la cabina, imagino que la máquina rodó fuera del tren cuando caí y que él saltó tras ella.