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Por ambos lados del camino, y saltando y cayendo con un murmullo apacible por entre las retorcidas raíces de los árboles, corren dos arroyos de agua cristalina y transparente, fría como la hoja de una espada y delgada como su filo. El terreno sobre el cual flotan las sombras de los chopos, salpicadas de manchas inquietas y luminosas, está a trechos cubierto de una yerba alta, espesa y finísima, entre la que nacen tantas margaritas blancas, que semejan a primera vista esa lluvia de flores con que alfombran el suelo los árboles frutales en los templados días de abril. En los ribazos, y entre los zarzales y los juncos del arroyo; crecen las violetas silvestres, que, aunque casi ocultas entre sus rastreras hojas, se anuncian a gran distancia con su intenso perfume; y, por último, también cerca del agua y formando como un segundo término, déjase ver por entre los huecos que quedan de tronco a tronco una doble fila de nogales corpulentos con sus copas redondas, compactas y oscuras.
Como a la mitad de esta alameda deliciosa, y en un punto en que varios olmos dibujan un círculo pequeño, enlazando entre sí sus espesas ramas, que recuerdan, al tocarse en la altura, la cúpula de un santuario; sobre una escalinata formada de grandes sillares de granito, por entre cuyas hendiduras nacen y se enroscan los tallos y las flores trepadoras, se levanta gentil, artística y alta, casi como los árboles, una cruz de mármol, que, merced a su color, es conocida en estas cercanías por la Cruz negra de Veruela. Nada más hermosamente sombrío que este lugar. Por un extremo del camino limita la vista el monasterio con sus arcos ojivales, sus torres puntiagudas y sus muros almenados e imponentes; por el otro, las ruinas de una pequeña ermita se levantan al pie de una eminencia sembrada de tomillos y romeros en flor.