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Allí, sentado al pie de la cruz, y teniendo en las manos un libro que casi nunca leo, y que muchas veces dejo olvidado en las gradas de piedra, estoy una o dos y a veces hasta cuatro horas aguardando el periódico. De cuando en cuando veo atravesar a lo lejos una de esas figuras aisladas que se colocan en un paisaje para hacer sentir mejor la soledad del sitio. Otras veces, exaltada la imaginación, creo distinguir confusamente, sobre el fondo oscuro del follaje, a los monjes blancos que van y vienen silenciosos alrededor de su abadía, o a una muchacha de la aldea que pasa por ventura al pie de la cruz con un manojo de flores en el halda, se arrodilla un momento y deja un lirio azul sobre los peldaños. Luego, un suspiro que se confunde con el rumor de las hojas; después..., ¡qué sé yo!..., escenas sueltas de no sé qué historia que yo he oído
o que inventaré algún día; personajes fantásticos, que, unos tras otros; van pasando ante mi vista, y de los cuales cada uno me dice una palabra o me sugiere una idea: ideas y palabras que más tarde germinarán en mi cerebro y acaso den fruto en el porvenir.
La aproximación del correo viene siempre a interrumpir una de estas maravillosas historias. En el profundo silencio que me rodea, el lejano rumor de los pasos de su caballo que cada vez se percibe más distinto, lo anuncia a larga distancia; por fin llega a donde estoy, saca el periódico de la bolsa de cuero que trae terciada al hombro, me lo entrega, y después de cambiar algunas palabras o un saludo, desaparece por el extremo opuesto del camino que trajo.