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De estos pequeños lugares, unos están en las puntas de las rocas colgados como el nido de una águila, y otros medio escondidos en las ondulaciones del monte o en lo más profundo de los valles. Parece una armonía que a la vez baja del cielo y sube de la tierra, y se confunde y flota en el espacio, mezclándose al último rumor del día que muere el primer suspiro de la noche que nace.
Ya todo pasó, Madrid, la política, las luchas ardientes, las miserias humanas, las pasiones, las contrariedades, los deseos, todo se ha ahogado en aquella música divina. Mi alma está ya tan serena como el agua inmóvil y profunda. La fe en algo más grande, en un destino futuro y desconocido, más allá de esta vida, la fe de la eternidad, en fin, aspiración absorbente, única e inmensa, mata esa fe al por menor que pudiéramos llamar personal, la fe en el mañana, especie de aguijón que espolea los espíritus irresolutos, y que tanto se necesita para luchar y vivir y alcanzar cualquier cosa en la tierra.
Absorto en estos pensamientos doblo el periódico y me dirijo a mi habitación. Cruzo la sombría calle de árboles y llego a la primera cerca del monasterio, cuya dantellada silueta se destaca por oscuro sobre el cielo en un todo semejante a la de un castillo feudal; atravieso el patio de armas con sus arcos redondos y timbrados, sus bastiones llenos de saeteras y coronados de almenas puntiagudas, de las cuales algunas yacen en el foso, medio ocultas entre los jaramagos y los espinos. Entre dos cubos de muralla, altos, negros e imponentes, se alza la torre que da paso al interior; una cruz clavada en la punta indica el carácter religioso de aquel edificio, cuyas enormes puertas de hierro y muros fortísimos, más parece que deberían guardar soldados que monjes.