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Una senda que sigue el curso del arroyo que cruza el valle serpenteando por entre los cuadros de los trigos, verdes y tirantes como el paño de una mesa de billar, sube dando vueltas a los amontonados pedruscos sobre que se asienta el pueblo, hasta el punto en que un pilarote de ladrillos con una cruz en el remate señala la entrada. Sucede con estos pueblecitos tan pintorescos, cuando se ven en lontananza tantas líneas caprichosas, tantas chimeneas arrojando pilares de humo azul, tantos árboles y peñas y accidentes artísticos, lo que con otras muchas cosas del mundo, en que todo es cuestión de la distancia a que se miran; y la mayor parte de las veces, cuando se llega a ellos, la poesía se convierte en prosa. Ya en la cruz de la entrada, lo que pude descubrir del interior del lugar no me pareció, en efecto, que respondía ni con mucho a su perspectiva; de modo que, no queriendo arriesgarme por sus estrechas, sucias y empinadas callejas, comencé a costearlo, y me dirigí a una reducida llanura que se descubre a su espalda, dominada sólo por la iglesia y el castillo. Allí, en unos campos de trigo, y junto a dos o tres nogales aislados que comenzaban a cubrirse de hojas, está lo que por su especial situación y la pobre cruz de palo enclavada sobre la puerta, colegí que sería el cementerio.
Desde muy niño concebí, y todavía conservo, una instintiva aversión a los camposantos de las grandes poblaciones: aquellas tapias encaladas y llenas de huecos, como la estantería de una tienda de géneros de ultramarinos; aquellas calles de árboles raquíticos, simétricas y enarenadas, como las avenidas de un parque inglés; aquella triste parodia de jardín con flores sin perfume y verdura sin alegría, me oprimen el corazón y me crispan los nervios.