Página 5 de 8
Y lo particular de la pesadilla consistía en que a pesar de tener la conciencia de mi quietud, me empeñaba en que aquel ruido de pasos era mío, y estaba tan persuadido de esto que por un fenómeno inexplicable me cansaba el movimiento sin moverme. «¿Si andará alguien junto a mí?», decía yo entre dientes, sudando ya la gota gorda y con una angustia indecible. Volvía la cara a todos los lados y no veía a nadie. Y el ruido de los pasos no dejaba de oírse con una regularidad matemática. Tric trac, tric trac..., seguían haciendo los tacones: los tacones, digo mal, porque lo que seguía sonando era el maldito de cocer del péndulo.
Pues, señor, está visto -torno a decir al tornar a despertarme-; es cosa decidida que yo no he de pegar los ojos en toda la noche.
Y no sabiendo ya qué hacer, me puse a tararear una barcarola al compás de los golpes del reloj, que yo en mi mente fingía que eran los de los remos. Figuraos una noche serena, un cielo azul oscuro sembrado de puntos de oro, un mar de plata en cuyas olas se quiebra y chispea la claridad de la luna, un esquife ligerísimo que corta las aguas dejando en pos una estela ancha y brillante, el profundo silencio de la inmensidad y las notas de una canción que flotan en el aire, donde la melodía se mece impregnada en voluptuosa languidez al cadencioso golpe de remo. No hay poeta romántico, no hay niña novelesca que no haya soñado alguna vez este cuadro del mar, la cancioncita, el barquito y la luna; cuadro magnífico, situación llena de poesía, de la que se ha abusado tal vez, pero que indudablemente es hermosa.