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-¿De modo que puede darse por cosa hecha que encontraremos lo que se busca?
-Y lo que ni siquiera imaginamos, y más, mucho más de lo que nos será posible llevar con nosotros. Cavando un poco, ¡pero qué digo cavando!, a flor de tierra tengo por indudable que los camafeos andarán a granel, las ánforas, las urnas y los trípodes a tómatelas, y los anillos, collares, pendientes y medallas, poco menos que a puntillones. Cuando le digo a usted que tenemos un tesoro arqueológico entre las manos...
-¡Dios lo haga! Pues si buenos descubrimientos hacemos, buenas fatigas nos cuestan.
Esto diciendo, los dos personajes que, caballeros en sendas mulas, sostenían entre sí el anterior diálogo en lo más alto y escabroso de la montaña que domina el lugar de Cebollinos, picaron con los talones las caballerías y emprendieron paso a paso la senda que baja serpenteando entre rocas y cortaduras hasta el fondo del valle.
Las doce acababan de sonar en el reloj de la iglesia cuando nuestros héroes llegaron a las puertas del único mesón del pueblo, con un sol de justicia sobre la espaldas, secas las fauces con el polvo del camino y hecha un río la cara con el sudor que les caía a caños de la frente.
Don Restituto pensó en tomar un bocado y echar un par de horitas de siesta antes de proceder a las excavaciones, pero su compañero, verdadero apóstol de la arqueología y, por lo tanto, infatigable, apuró su elocuencia en persuadirle de lo contrario.
Cuando no sin pena lo hubo conseguido, ambos amigos, armados de sus correspondientes azadas y acompañados del dueño del mesón, se dirigieron a una de las salidas de la aldea, haciendo alto al pie de los restos de un abandonado horno de ladrillos, que nuestro héroe clasificó a priori de cimientos de una fortaleza celtíbera.