Página 5 de 6
Al llegar a este punto de la relación, el mesonero, que había seguido con creciente interés el hilo del improvisado discurso del arqueólogo, prorrumpió en un amarguísimo llanto, diciendo entre suspiros entrecortados y sollozos que partían el alma:
-¡Ah, desdichado de mí, en qué menguada hora vine al mundo! ¡Pensar que he tenido la fortuna en mis manos y no he sabido conocerla!
-¿Qué dice usted, buen hombre? -exclamaron a un tiempo don Restituto y su compañero de glorias y fatigas.
-Lo que ustedes oyen. Esa biota, o nagena, o berenjena, o como ustedes quieran llamarla, ese tesoro en fin, lo he tenido yo por espacio de muchos años en mi casa, hasta que en la última enfermedad de mi padre se inutilizó, no sé por qué accidente, y arrojé los cascos en este estercolero. ¡Bestia de mí, que en tan bajas cosas lo empleaba y tan poco cuidado puse en su conservación!
-Y -diga, buen amigo -le interpeló don Restituto, que comenzaba a escamarse-: ¿dónde se hizo usted con este..., vamos, llamémosle vaso?
-En la feria de un pueblo vecino se lo compré a un cacharrero.
-Y lo dedicaba usted a...?
-Sí, señor.
-Luego, en suma, no era ni más ni menos que un...
-Justamente.
Un rayo que hubiera caído a los pies del arqueólogo no le hubiera causado más efecto que estas palabras.
Don Restituto sacó otra vez el pañuelo de yerbas, se enjugó la frente con mucha calma, se sacudió con cuidado la tierra que le había manchado el pantalón al practicar las excavaciones, desenvainó la caja de rapé, de la cual, sin ofrecerle a nadie, tomó un gran polvo, y después de restregarse a un lado y otro la nariz con el pulgar y el índice, se limitó a exclamar: