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que todos aseguran una cosa que nadie ha visto.
--Quizá sea eso mucho decir, señor --murmuró una humilde voz a nuestro
lado.
Nos volvimos a ver quién hablaba. Era un buhonero que había llegado por la
tarde al pueblo, y que estaba comiendo en una mesa próxima a la nuestra.
--Pues qué, ¿usted ha visto algún duende de ésos? --dijo el cartero, con
curiosidad.
--Sí, señor.
--¿Y cómo fue eso? --preguntó el empleado, guiñando un ojo con malicia--.
Cuente usted, hombre, cuente usted, y siéntese aquí si ha concluido de
comer. Se le convida a café y copa, a cambio de la historia, por supuesto
--y el empleado volvió a guiñar el ojo.
--Pues verán ustedes --dijo el buhonero, sentándose a nuestra mesa--.
Había salido por la tarde de un pueblo y me había oscurecido en el camino.
La noche estaba fría, tranquila, serena; ni una ráfaga de viento movía el
aire.
El paraje infundía respeto; yo era la primera vez que viajaba por esa
parte de la montaña de Asturias, y, la verdad, tenía miedo.
Estaba muy cansado de tanto andar con el cuévano en la espalda, pero no me
atrevía a detenerme. Me daba el corazón que por los sitios que recorría no
estaba seguro.
De repente, sin saber de dónde ni cómo, veo a mi lado un perro escuálido,
todo de un mismo color, oscuro, que se pone a seguirme.
¿De dónde podía haber salido aquel animal tan feo?, me pregunté.
Seguí adelante, ¡hala, hala!, y el perro detrás, primero gruñendo y luego