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plácida sonrisa del alba. A los primeros rayos del sol calló el músico,
satisfecho, sin duda, de la perfección de su artístico trabajo, y una
codorniz le sustituyó en el solo, dando los tres golpes consabidos. El
sereno llamó con su chuzo en las tiendas, pasaron uno o dos panaderos
con la cesta a la cabeza, se abrió una tienda, luego otra, después un
portal, echó una criada la basura a la acera, se oyó el vocear de un
periódico. Poco después la calle entraba en movimiento.
Serla el autor demasiado audaz si tratase de demostrar la necesidad
matemática en que se encontraba la casa de doña Casiana de hallarse
colocada en la calle de Mesonero Romanos, antes del Olivo, porque,
indudablemente, con la misma razón podía haber estado emplazada en
la del Desengaño, en la de Tudescos, o en otra cualquiera; pero los
deberes del autor, sus deberes de cronista imparcial y verídico, le obligan
a decir la verdad, y la verdad es que la casa estaba en la calle de
Mesonero Romanos, antes del Olivo.
En aquellas horas tempranas no se oía en ella el menor ruido; el
portero había abierto el portal y contemplaba la calle con cierta
melancolía.
El portal, largo, oscuro, mal oliente, era más bien un corredor angosto,
a uno de cuyos lados estaba la portería.
Al pasar junto a esta última, si se echaba una mirada a su interior,
ahogado y repleto de muebles, se veía constantemente una mujer gorda,
inmóvil, muy morena, en cuyos brazos descansaba un niño enteco,