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desiertas.
A Manuel le pareció Almazán enorme, tristísimo; tenía el pueblo,
vislumbrado en la oscuridad de una noche vagamente estrellada, la
apariencia de grande y fantástica ciudad muerta. En las calles estrechas,
de casas bajas, brillaba la luz eléctrica, pálida y mortecina; la espaciosa
plaza con arcos estaba desierta; la torre de una iglesia se erguía en el
cielo.
Manuel bajó hacia el río. Desde el puente presentábase el pueblo aún
más fantástico y misterioso; adivinábanse sobre una muralla las galerías
de un palacio; algunas torres altas y negras se alzaban en medio del
caserío confuso del pueblo; un trozo de luna resplandecía junto a la línea
del horizonte, y el río, dividido en brazos por algunas isletas, brillaba
como si fuera de azogue.
Pío Baroja
Salió Manuel de Almazán y tuvo que esperar unas horas en Alcuneza
para transbordar. Estaba cansado, y como en la estación no había
bancos, se tendió en el suelo, entre fardos y pellejos de aceite.
Al amanecer tomó el otro tren, y, a pesar de la dureza del asiento, logró
dormirse.
Manuel llevaba dos años con sus parientes; dejaba la casa con más
satisfacción que pena.
No tuvo para él la vida nada de agradable en aquellos dos años.
La pequeña estación en donde su tío estaba de jefe hallábase próxima
a una aldehuela pobre, rodeada de áridas pedrizas, sin árboles ni matas.
Solía hacer en aquellos parajes una temperatura siberiana; pero las
inclemencias de la naturaleza no eran cosa para preocupar a un chico, y