La lucha por la vida I (Pío Baroja) Libros Clásicos

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de libros.

Sirvió Manuel la sopa, la tomaron todos los huéspedes, sorbiéndola
con un desagradable resoplido, y, por mandato de su madre, el
muchacho quedó allí, de pie. Vinieron después los garbanzos, que, si no
por lo grandes, por lo duros hubiesen podido figurar en un parque de
artillería, y uno de los huéspedes se permitió alguna broma acerca de lo
comestible de legumbre tan pétrea; broma que resbaló por el rostro
impasible de doña Casiana sin hacer la menor huella.

Manuel se dedicó a observar a los huéspedes. Era el día siguiente al
complot, y doña Violante y sus niñas estaban hurañas y malhumoradas.
La cara abotagada de doña Violante se fruncía a cada momento, y en sus
ojos saltones y turbios se adivinaba una honda preocupación. Celia, la
mayor de las hijas, molestada por las bromas del cura, comenzó a
contestarle violentamente, maldiciendo de todo lo divino y humano con
una rabia y un odio desesperado y pintoresco, lo que provocó grandes
risas de todos. Irene, la culpable del escándalo de la noche anterior, una
muchacha de quince a diez y seis años, de cabeza gorda, manos y pies
grandes, cuerpo sin desarrollo completo y ademanes pesados y torpes,
no hablaba apenas, ni separaba la vista del plato.

Concluyó la comida, y los huéspedes se largaron cada uno a su
trabajo. Por la noche, Manuel sirvió la cena sin tirar nada ni equivocarse
una vez; pero a los cincos o seis días ya no daba pie con bola.

No se sabe hasta qué punto impresionaron al muchacho los usos y

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