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Manuel eran el periodista, a quien llamaban el Superhombre, para enviar
cuartillas a la imprenta, y la Celia y la Irene para el servicio de cartas y
de peticiones de dinero que tenían con sus amigos. Doña Violante,
cuando robaba a su hija algunos céntimos, solía mandar a Manuel al
estanco por una cajetilla, y por el recado le daba un cigarro.
-Fúmalo aquí -le decía-, no te verá nadie.
Manuel se sentaba sobre un baúl, y la vieja, con el pitillo en la boca y
echando humo por las narices, contaba aventuras de sus tiempos de
esplendor.
El cuarto aquel de doña Violante y de sus niñas era infecto; colgaban
en las escarpias clavadas en la pared trapajos sucios, y, entre la falta de
aire y la mezcolanza de olores que allí había, se formaba un tufo capaz
de marear a un buey.
Manuel escuchaba las historias de doña Violante con verdadera
fruición. Sobre todo, en los comentarios era donde la vieja estaba más
graciosa.
-Porque, hijo, créelo -le decía-, una mujer que tenga buenos pechos y
que sea así cachondona -y la vieja daba una chupada al cigarro y
explicaba con un gesto expresivo lo que entendía por aquella palabra, no
menos expresiva--, siempre se llevará de calle a los hombres.
Doña Violarte solía cantar canciones de zarzuelas españolas y de
operetas francesas, que a Manuel le producían una tristeza horrible. Sin
saber por qué, le daban la impresión de un mundo de placeres
inasequible para él. Cuando oía a doña Violarte cantar aquello de El