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don Telmo, y alguien oyó o inventó que se ocuparon los dos del célebre
crimen de la calle de Malasaña. La expectación entre los huéspedes al
conocerse la noticia fue grande, y todos, entre burlas y veras, se pusieron
de acuerdo para espiar al misterioso señor.
Don Telmo se llamaba el viejo cadavérico que limpiaba con la servilleta
las copas y las cucharas, y su reserva predisponía a observarle. Callado,
indiferente, sin terciar en las conversaciones, hombre de muy pocas
palabras, que no se quejaba nunca, llamaba la atención por lo mismo
que parecía empeñado en no llamarla.
Su única ocupación visible era dar cuerda a los siete u ocho relojes de
la casa y arreglarlos cuando se descomponían, cosa que ocurría a cada
paso.
Don Telmo tenía las trazas de un hombre profundamente entristecido,
de un ser desgraciado; en su cara lívida se leía abatimiento profundo. La
barba y el pelo blancos los llevaba muy recortados; sus cejas caían como
pinceles sobre los ojos grises.
En casa andaba envuelto en un gabán verdoso, con gorro griego y
zapatillas de paño. A la calle salía con levita larga y sombrero de copa
muy alto, y sólo algunos días de verano sacaba un jipijapa habanero.
Durante más de un mes, don Telmo fue el motivo de las conversaciones
de la casa de huéspedes.
En el famoso proceso de la calle de Malasaña, una criada declaró que
una tarde vio al hijo de doña Celsa en un aguaducho de la plaza de
Oriente, hablando con un viejo cojo.