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cura don jacinto, que exageró la nota soez, bastaron para sacar de su
mutismo a la gente.
El tenedor de libros, hombre ictérico, de cara chupada y barba de judío
de monumento, muy silencioso y tímido, que había roto a hablar
intrigado por las cábalas ideadas y fantaseadas sobre la vida de don
Telmo, se fue poniendo cada vez más amarillo de hipocondría.
La marcha de don Telmo la pagaron el estudiante y Manuel. Con el
estudiante no se atrevían más que a darle bromas acerca de su
complicidad con el viejo y la vizcaína; a Manuel le chillaba todo el
mundo, cuando no le daban algún puntapié.
Uno de los comisionistas, el enfermo del estómago, exasperado por el
aburrimiento, el calor y las malas digestiones, no encontró otra
distracción más que insultar y reñir a Manuel mientras éste servía la
mesa, viniera o no a cuento.
-¡Anda, ganguero! -le decía-. ¡Lástima de la comida que te dan!
¡Calamidad!
Esta cantinela, unida a otras del mismo género, comenzaba a fastidiar
a Manuel. Un día el comisionista cargó la mano de insultos y de
improperios sobre Manuel. Le habían enviado al chico por dos cafés, y
tardaba mucho en venir con el servicio; precisamente aquel día no era
suya la culpa de la tardanza, pues le hicieron esperar mucho.
-Te debían poner una albarda, ¡imbécil! -gritó el comisionista al verle
entrar.
-No será usted el que me la ponga -le contestó de mala manera Manuel,
colocando las tazas en la mesa.