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Salgo a las doce, voy a mi restaurante, corno, tomo café, escribo mis cartas a Inglaterra, y a las tres estoy en la Academia de Fischer. A las cuatro y media voy al colegio protestante. De seis a ocho paseo, a las nueve ceno, a las diez estoy en el periódico, y a las doce, en la cama.
-¡Qué barbaridad! Pero, entonces, ¿usted ganará mucho? -dijo Manuel.
-De ochenta a noventa duros.
-¿Y vive usted aquí?
-Es que tú ves los ingresos, pero no los gastos. Tengo que enviar todos los meses treinta duros a mi familia para que mi madre y mis dos hermanas vayan viviendo. El proceso me lleva mensualmente quince o veinte duros, y con lo demás voy pasando.
Manuel contempló con admiración profunda a Roberto.
-Pues hijo -exclamó Roberto-, para vivir no hay más remedio. Y es lo que debes hacer tú: buscar, preguntar, correr, trotar; algo encontrarás.
Manuel pensó que, aunque le hubiesen prometido ser rey, no era capaz de desenvolver una actividad semejante; pero se calló.
Esperó a que se levantara el escultor y hablaron los dos largamente de las dificultades de la vida.
-Mira: por ahora me sirves de modelo -dijo Álex-, y ya encontraremos alguna combinación para comer.
-Bueno, sí, señor; como usted quiera.
Álex tenía crédito en la tahona y en la tienda de ultramarinos, y calculó que la alimentación de Manuel le resultaría más barata que pagar un modelo. Los dos se decidieron a alimentarse de conservas y pan.
No era el escultor perezoso, ni mucho menos; pero no tenía constancia en el trabajo ni dominaba su arte; no sabía concluir sus figuras, y viendo que al ir a detallarlas los defectos iban apareciendo con más fuerza, las dejaba sin terminar.