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-¿De dónde habrá sacado esa inglesa?
-¡La inglesa!... ¡Como no haya sido de la ingle! -dijo un jovencito, aprendiz de sainetero.
-¡Uf! Se va uno a intoxicar aquí con esos chistes -gritaron varios al mismo tiempo.
Se pasó a hablar de otra cosa. A los tres días de esta conversación apareció Santín en el café. Se le obsequió con un recibimiento estrepitoso, haciendo sonar las cucharillas y los platillos. Cuando terminó la ovación, le preguntaron:
-¿Quién es la inglesa?
-¿Qué inglesa?
-¡Esa chica rubia con quien te paseas!
-Es mi novia; pero no es inglesa. Es polaca. Es una muchacha a la que he conocido en el museo. Da lecciones de francés y de inglés.
-¿Y cómo se llama?
-Esther.
-Buena cosa para invierno -saltó el aprendiz de sainetero.
-¿Por qué? -preguntó Bernardo.
-Toma, porque una estera abriga mucho las habitaciones.
-¡Eh! ¡Eh! ¡Fuera! ¡Fuera! -gritaron todos.
-¡Gracias! ¡Gracias, amado pueblo! -repitió impertérrito el jovencito.
Santín contó cómo había conocido a la polaca. Todos sentían alguna envidia por el éxito de Bernardo, y se encargaron de amargarle su triunfo, insinuando que la polaca podía ser una aventurera, podía tener cincuenta años, podía haber tenido dos o tres chiquillos con algún carabinero... Bernardo, que comprendió la mala intención, no volvió a presentarse en el café.
Un par de semanas después, muy temprano aún, dormía Manuel en el sofá del estudio, y Roberto, según su costumbre, traducía sus diez páginas, lo que constituía su tarea diaria, cuando se abrió la puerta del estudio y apareció Bernardo. Se despertó Manuel al ruido de los pasos, pero se hizo el dormido.