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Le explicó a lo que iba, y el viejo se encogió de hombros y se fue a la cocina, donde estaba guisando. Manuel esperó a que llegara Bernardo. La casa estaba todavía sin muebles; sólo había una mesa y unos cuantos cacharros en la cocina y en un cuarto grande dos camas. Llegó Bernardo, almorzaron los tres y dispuso Santin que el muchacho pidiera una escalera al portero y se dedicase a sujetar y a componer los cristales de la galería.
Después de dar estas órdenes, dijo que le esperaban, y se fue. Manuel, el primer día, se lo pasó en lo alto de una escalera sujetando los cristales con listas de plomo y los rotos con tiras de papel.
Le costó mucho tiempo el arreglar los cristales; después, Manuel colocó las cortinas y empapeló la galería con papel continuo de color azulado.
A la semana o cosa así apareció Roberto con los catálogos. Marcó con lápiz las cosas necesarias que se habían de traer, y le dijo a Bernardo cómo debía poner el laboratorio; le señaló un sitio donde era conveniente hacer un tragaluz para poner las placas al sol y sacar las positivas, y le indicó otra porción de cosas. Bernardo se fijó en lo que le decía y transmitió el encargo a Manuel. Bernardo, además de ser poco inteligente, era un gandul completo. Sólo cuando venía su novia a ver cómo marchaban los trabajos fingía estar atareado.
Era la novia muy simpática; a Manuel le pareció hasta bonita, a pesar de tener el pelo rojo y las pestañas y las cejas del mismo color. Tenía una carita blanca, algo pecosa; la nariz, sonrosada, respingona; los ojos, claros, y los labios, también rojos y tan bonitos que despertaban el deseo de besarlos.