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-¿De qué? -preguntó el muchacho.
-De hijo.
-¿De hijo? No comprendo.
Mingote se cuadró, miró al techo, hizo un saludo con el bastón como un profesor de esgrima con el florete, y añadió:
-¡Vas a pasar por hijo de toda una baronesa!
-¿Quién, yo?
-Sí. No te podrás quejar, perillán. Desde el arroyo subes a las alturas aristocráticas. Hasta titulo puedes llegar a tener.
-Pero des verdad?
-Tan verdad como que yo soy el hombre de más talento de toda Europa. Conque anda, futuro barón, ráscate la mugre, cepíllate, quita el barro a esas alpargatas inmundas que llevas y ven conmigo a casa de la baronesa.
Manuel quedó ofuscado; no comprendía bien de qué se trataba; pero no creía que el agente se tomase el trabajo de corretear por las calles únicamente por el gusto de embromarle.
Estuvo en seguida en disposición de acompañar a Mingote. Salieron los dos a la calle Ancha de San Bernardo, bajaron por la de los Reyes a la de la Princesa y siguieron después por esta calle hasta detenerse en un portal, en donde entraron.
De aquí pasaron por un corredor a un patio espacioso.
Una serie de galerías con filas simétricas de puertas de color de chocolate circundaban el patio.
Llamó Mingote a una de las puertas de la galería del segundo piso.
-¿Quién es? -preguntó desde dentro una voz de mujer.
-Soy yo -contestó Mingote.
Voy, voy.
Se abrió la puerta y apareció una mulata, en chandas, seguida de tres perros de lanas, que ladraron con furia.
-¡Quieto, León! ¡Quieto, Morito! -gritaba la mulata con un tono muy lánguido-.