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Libre como el pájaro en la selva; libre para cantar y para morirse de hambre. En esta misma situación llegué yo a Madrid hace ya bastante tiempo y, es original, verdaderamente extraño, me gustaría volver a aquella época.
-Y tú, ¿cuántos años tienes? -preguntó la baronesa al muchacho, sin hacer caso de las reflexiones del agente.
-Dieciocho.
-Pero oiga usted, Mingote -dijo la baronesa-, el chico no tiene la edad que usted me decía.
-Eso es lo de menos. Nadie dirá que tiene más de catorce o quince. El hambre no deja crecer los productos de la naturaleza. Deje usted de regar a un árbol, deje usted de alimentar a un hombre...
-Y diga usted y la baronesa interrumpió impaciente a Mingote para hablarle en voz baja-, ¿le ha dicho usted para qué es?
-Sí; si no, lo habría averiguado en seguida. A un chico de éstos, que ha rondado por ahí, no se le engaña como a un hijo de familia. La miseria enseña mucho, baronesa.
-Dígamelo usted a mí -repuso la dama-, que cuando pienso en la vida que he llevado y en la que llevo ahora, me asombro. Indudablemente, Dios me ha dado una naturaleza privilegiada, porque me acostumbro con facilidad a todo.
-Usted siempre podrá llevar una buena vida si quiere -replicó Mingote-. ¡Oh! Si yo hubiera sido mujer, ¡qué carrera!
La baronesa volvió la cabeza con un gesto de disgusto.
-No hablemos de eso.
-Tiene usted razón; ya, ¿para qué? Ahora desarrollaremos el nuevo plan estratégico. Yo iré preparando las pruebas del estado civil del muchacho. Usted, ¿quiere quedarse con él?
-Bueno.