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-Bueno; ¿quién le digo que le espera?
-No, no me conoce. Adviértale usted que se trata de asuntos de familia. Siéntate, hijo mío -añadió Peñalar, dirigiéndose a Manuel, con una voz y una sonrisa de pura cepa evangélica.
Se sentó Manuel, y Peñalar paseó su mirada por el almacén, con la calma y la tranquilidad del que tiene la seguridad y la conciencia de sus actos.
No tardó en aparecer el viejo de la boina.
-Pasen ustedes al despacho -y empujó una mampara negra de cristales rayados-. Ahora viene el señor -añadió.
Peñalar y Manuel entraron en un cuarto iluminado por una ventana con rejas y se sentaron en un sofá verde. Enfrente se levantaba un armario de caoba con libros de comercio y, en medio, una mesa de escribir llena de cajoncitos, y a un lado de ésta, una caja de valores con botones dorados.
El cuarto trascendía a comerciante implacable; se comprendía que aquella jaula debía de encerrar un pajarraco de mala catadura. Manuel se sintió amilanado. Peñalar quizá experimentó también un momento de debilidad; pero se creció, se atusó el pelo, colocó bien los lentes sobre su nariz y sonrió.
No tardó mucho en aparecer don Sergio. Era un viejo alto, de bigote blanco, con una mirada suspicaz, lanzada al través de sus antiparras. Vestía levita larga, pantalones claros; en la cabeza llevaba un gorro griego de terciopelo verde, con una gran borla que le caía hacia un lado. Entró sin saludar, miró con desagrado al hombre y al muchacho, que se levantaron; quizá creyó que había descubierto el objeto de la visita, porque con voz seca, autoritaria y sin invitarlos a que se sentaran, preguntó a Peñalar: