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Don Sergio palideció profundamente, sacó el pañuelo, se frotó los labios, carraspeó. Se comprendía que estaba turbado.
Peñalar observó al viejo atentamente, y viendo que aminoraba en sus arrogancias, se sintió cada vez más evangélico y más moral.
-La baronesa -añadió-me dijo, y perdone la inquebrantable sinceridad mía, que era usted un egoísta y un hombre sin corazón; yo, a pesar de esto -sonriendo dulcemente y sintiéndose ya superevangélico y supermoral-, pensé: «Mi deber es ir a ver a ese caballero». Por eso he venido. Ahora usted hará lo que su conciencia le dicte. Yo he cumplido con la mía.
Después de este párrafo, Peñalar nada tenía que decir, y con la sonrisa de todo el martirologio en los labios, cogió el sombrero, saludó ceremoniosamente y se acercó a la puerta.
-¿Y ese niño es el que estaba aquí? -preguntó en voz baja y vacilante don Sergio.
-El mismo.
-¿Y dónde vive esa mujer, esa baronesa? =-~lamó el comerciante.
-Yo no puedo decirlo. Se lo preguntaré; si ella me lo autoriza, vendré con la contestación.
Y Peñalar salió del despacho.
-Vamos, hijo mío -le dijo a Manuel.
Y con altivo y noble continente, con la cabeza erguida, salió de la casa, llevando de la mano a su querido discípulo, a aquél niño portentoso tan poco apreciado por sus padres.
Vida y milagros del señor de Mingote - Comienza la dulce explotación de don Sergio
Según los mejores historiógrafos madrileños, el conocimiento de la baronesa de Aynant con Bonifacio de Mingote databa de dos años a la fecha.
Una de las muchas veces que la baronesa se encontraba en la necesidad de buscar dinero buscó a un prestamista de la calle del Pez.