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La lucha por la vida II
Aurora roja
Pío Baroja
Prólog
Cómo Juan dejó de ser seminarista
Habían salido los dos muchachos a pasear por los alrededores del pueblo, y a la vuelta, sentados en un pretil del camino cambiaban a largos intervalos alguna frase indiferente.
Era uno de los mozos alto, fuerte, de ojos grises y expresión jovial; el otro, bajo, raquítico, de cara manchada de roséolas y de mirar adusto y un tanto sombrío.
Los dos, vestidos de negro, imberbe el uno, rasurado el otro, tenían aire de seminaristas; el alto, grababa con el cortaplumas en la corteza de una vara una porción de dibujos y de adornos; el otro, con las manos en las rodillas en actitud melancólica, contemplaba, entre absorto y distraído, el paisaje.
El día era de otoño, húmedo, triste. A lo lejos, asentada sobre una colina, se divisaba la aldea con sus casas negruzcas y sus torres más negras aún. En el cielo gris, como lámina mate de acero, subían despacio las tenues columnas de humo de las chimeneas del pueblo. El aire estaba silencioso; el río, escondido tras del boscaje, resonaba vagamente en la soledad.
Se oía el tintineo de las esquilas y un lejano tañer de campana. De pronto resonó el silbido del tren; luego, se vio aparecer una blanca humareda entre los árboles, que pronto se convirtió en neblina suave.
-Vámonos ya -dijo el más alto de los mozos.
-Vamos -repuso el otro.
Se levantaron del pretil del camino, en donde estaban sentados, y comenzaron a andar en dirección del pueblo.
Una niebla vaga y melancólica comenzaba a cubrir el campo.