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¿De dónde provenía? ¿Del lago, del bosque?…
Luego, de repente, con el corazón en un puño, se dio cuenta de que sonaba muy cerca de él, dentro de la tienda; y cuando se volvió para oír mejor, lo localizó de manera inequívoca a medio metro de donde él estaba. Era un sonido quejumbroso: Défago, en su lecho de ramas, sollozaba en la oscuridad como si fuera a partírsele el corazón y se taponaba la boca con la manta para sofocar el llanto.
Su primer sentimiento, antes de pararse a pensar, fue una punzante y dolorosa ternura. Aquel sonido íntimo, humano, oído en medio de aquella desolación, le movía a piedad. Era tan incongruente, tan enternecedoramente incongruente... ¡y tan inútil! ¿De qué servían las lágrimas en aquella inmensidad cruel y salvaje? Imaginó a una criatura llorando en medio del Atlántico... Después, naturalmente, al recobrar mayor conciencia y recordar lo que había sucedido antes de acostarse, sintió que el terror comenzaba a dominarle y que se le helaba la sangre.
-Défago -susurró con nerviosismo, haciendo esfuerzos por hablar bajo-, ¿qué sucede? ¿Se siente usted mal?
No obtuvo respuesta, pero cesaron inmediatamente los sollozos. Alargó la mano y lo tocó. Su cuerpo no se movía.
-¿Está despierto? -se le había ocurrido que podía estar llorando en sueños-. ¿Tiene usted frío?
Había observado que tenía los pies destapados y que le salían hacia afuera de la tienda. Extendió el doblez de su manta y se los tapó. El guía se había escurrido de su lecho, y parecía haber arrastrado las ramas con él. Le daba apuro tirar de su cuerpo hacia adentro, otra vez, por miedo a despertarle.