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sacudidas del coche, y me habría resignado a que las tomara bajo la suposición
general de que era un ingeniero, si no hubiera estado mirando fijamente por
encima de mi cabeza siempre que escuchaba. Era un caballero de ojos saltones y
aspecto perplejo, y su proceder resultaba intolerable.
La mañana era fría y desoladora (el sol todavía no estaba alto), y cuando miré
hacia fuera y vi la pálida luz de los fuegos de aquella comarca del hierro,
así como la pesada cortina de humo que había estado suspendida entre las
estrellas y yo, y ahora lo estaba entre yo y el día, me dirigí hacia mi
compañero de viaje y le dije:
-Le ruego que me perdone, señor, ¿pero observa algo particular en mí? -pues en
realidad parecía que estuviera tomando notas de mi gorra de viaje o de mi pelo
con una minuciosidad que daba a entender que se estaba arrogando demasiadas
libertades.
El caballero de ojos saltones dejó de fijar la mirada que tenía puesta detrás de
mí, como si la parte posterior del coche estuviera a cien millas de distancia, y
con una elevada actitud de compasión hacia mi insignificancia dijo:
-¿En usted, señor... B.?
-¿B, señor? -pregunté yo a mi vez, calentándome. -No tengo nada que ver con
usted, señor -replicó el caballero-. Le ruego que me escuche... O. Enunció esta
vocal tras una pausa, y la anotó.
Al principio me alarmé, pues un lunático en el expreso, sin ninguna comunicación
con el revisor, resulta una situación grave. Me alivió el pensar que el
caballero podía ser lo que popularmente se llama un médium; perteneciente a una
secta de la que algunos miembros me merecen un respeto máximo, aunque no crea en
ellos. Iba a hacerle esa pregunta cuando me quitó la palabra de la boca.
-Espero que me excuse -dijo el caballero con, tono despreciativo-, si me
encuentro muy avanzado con respecto a la humanidad común como par-, preocuparme
por todo esto. He pasado la noche como en realidad paso ahora todo mi tiempo, en
una relación espiritual.
-¡Ah! -exclamé yo con cierta acritud.
-Las conferencias de la noche empezaron con este mensaje -siguió diciendo el
caballero mientras pasaba varias hojas de su cuaderno-: «las malas
comunicaciones corrompen las buenas maneras».
-Es sensato -intervine yo-.