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verdad; sobre todo porque se las ayudaba con preguntas capciosas y porque la
tortura estaba siempre preparada. Pues afirmo que durante el tiempo en el que
ocupé la habitación del Amo B. el fantasma, que la tenía hechizada me condujo en
expediciones tan largas y salvajes como la que acabo de mencionar Claro que no
me presentó a ningún anciano andrajoso con rabo y cuernos de cabra (algo situado
entro Pan y un ropavejero), celebrando con ellos recepciones convencionales tan
estúpidas como las de la vid, real pero menos decentes; pero encontré otras
cosa, que me parecieron tener mayor significado.
Esperando que el lector confíe en que digo la ver dad, y en que seré creído,
afirmo sin vacilación que seguí al fantasma, la primera vez sobre una escoba,
después sobre un caballito balancín. Estoy dispuesto a jurar que incluso olí la
pintura del animal, especial mente cuando al calentarse con mi roce empezó
brotar. Después seguí al fantasma en un simón; una verdadera institución cuyo
olor desconoce la generación actual, pero que de nuevo estoy dispuesto a jurar
que es una combinación de establo, perro cae sarna y un fuelle muy viejo. (Para
que me confirmes o me refuten, apelo en esto a las generaciones anteriores.)
Seguí al fantasma en un asno sin cabeza, un asno tan interesado por el estado de
su estómago que tenía siempre allí su cabeza, investigándolo; sobre potros que
habían nacido expresamente para cocea por detrás; sobre tiovivos y balancines de
las ferias, en el primer coche de punto, otra institución olvidad en la que el
pasaje solía meterse en la cama y el conductor les remetía las mantas.
No le molestaré con un relato detallado de todos los viajes que hice
persiguiendo al fantasma del Amo B., mucho más largos y maravillosos que los de
Simbad el Marino, y me limitaré a una experiencia que le servirá al lector para
juzgar las múltiples que se produjeron.
Me vi maravillosamente alterado. Era yo mismo, y, sin embargo, no lo era. Era
consciente de algo que había en mi interior, que había sido igual a lo largo de
toda mi vida y que había reconocido siempre en todas sus fases y variedades como
algo que nunca cambiaba, y, sin embargo, no era yo el yo que se había acostado