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entre los seguidores del profeta que ella vio en un pequeño ornamento redondo en
medio del dibujo de la parte posterior de su chal. Por todos los días, después
de la cena, nos reuníamos durante una hora y entonces la favorita y el resto del
harén real competían acerca de quién era la que debía divertir el ocio del
Sereno Haroun en su reposo de las preocupaciones del Estado; que genera mente
eran, como la mayoría de los asuntos de Estado, de carácter aritmético, y el
jefe de los fieles sólo era un amedrentado miembro más.
En esas ocasiones, el entregado Mesrour, jefe los negros del harén, acudía
siempre (la señorita Griffin solía llamar a ese oficial, al mismo tiempo con
gran vehemencia), pero no actuaba jamás de una manera digna de su fama
histórica. En primer lugar, su forma de pasar la escoba por el diván del califa,
incluso cuando Haroun llevaba sobre sus hombros la túnica roja de la cólera (la
pelliza de la señorita Pipson), aunque pudiera hacerse entender en ese momento
nunca quedaba satisfactoriamente explicada. En segundo lugar, su forma de
irrumpir en sonrientes exclamaciones de «¡vigile a sus bellezas!» no era ni
oriental ni respetuosa. En tercer lugar, cuando se le ordenaba especialmente que
dijera «¡Bismillah!», siempre exclamaba «¡aleluya!» Este oficial, a diferencia
de los demás de su categoría, siempre estaba de demasiado buen humor, mantenía
la boca demasiado abierta, expresaba su aprobación hasta un punto incongruente,
e incluso una vez -con ocasión de la compra de la hermosa circasiana por
quinientas mil bolsas de oro, y fue barata-, abrazó a la esclava, a la favorita,
al califa y a todos los demás. (¡Permítaseme decir, entre paréntesis, que Dios
bendiga a Mesrour, y que pueda tener hijos e hijas en ese tierno pecho que hayan
suavizado desde entonces muchos días terribles!)
La señorita Griffin era un modelo de decoro, y me cuesta encontrar palabras para
imaginar los sentimientos que habría tenido la virtuosa mujer de haber sabido
que, cuando desfilaba por la calle Hampstead abajo de dos en dos caminaba con
paso majestuoso a la cabeza de la poligamia y el mahometanismo. Creo que la
causa principal de que conserváramos nuestro secreto era una alegría terrible y
misteriosa que nos inspiraba la contemplación de la señorita Griffin en ese