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apresado y conducido de regreso; la señorita Griffin sólo dijo, con una
amabilidad sorprendente que aquello era muy curioso. ¿Por qué había escapa do
cuando el caballero me miró?
De haber tenido yo aliento para responder, m atrevo a decir que no habría
respondido; pero como no me quedaba aliento, por supuesto que no lo, hice. La
señorita Griffin y el desconocido me tomaron entre ellos y me condujeron de
regreso al palacio con escaso ánimo; pero en absoluto sintiéndome culpable (con
gran asombro por mi parte, no podía sentirme así).
Cuando llegamos allí entramos sin más en un salón y la señorita Griffin a su
ayudante, Mesrour, jefe de los oscuros guardianes del harén. Cuando le susurró
algo, Mesrour comenzó a derramar lágrima;
-¡Preciosa mía, bendita seas! -exclamó el oficial tras lo cual se volvió hacia
mí-. ¡Su papá está bastante malo!
-¿Está muy enfermo? -pregunté yo mientras corazón me daba un vuelco.
-¡Que el Señor le atempere los vientos, cordero mío! -exclamó el buen Mesrour
arrodillándose par que yo pudiera tener un hombro consolador sobre el que
descansar mi cabeza-. ¡Su papá ha muerte
Ante esas palabras, Haroun Alraschid huyó; el harén se desvaneció; desde ese
momento no volví a ver a ninguna de las ocho hijas más hermosas de los hombres.
Fui conducido a casa, y allí en el hogar estaba la Deuda al mismo tiempo que la
Muerte, y se celebró allí una venta. Mi propia camita estaba tan ceñuda mente
vigilada por un Poder que me era desconocido, nebulosamente llamado «El
Comercio», que una carbonera de latón, un asador y una jaula de pájaros tuvieron
que ponerse en el lote, y luego se empezó una canción. Así lo oí mencionar y me
pregunté qué canción, y pensé qué canción tan triste debió cantarse.
Después fui enviado a una escuela grande, fría y desnuda de muchachos mayores;
en donde todo lo que había de comer y vestir era espeso y grueso, sin resultar
suficiente; en donde todos, grandes y pequeños, eran crueles; en donde los
muchachos lo sabían todo sobre la venta antes de que yo hubiera llegado allí, y
me preguntaron lo que había conseguido, y quién me había comprado, y me
gritaban. «¡Se va, se va, se ha ido!» En ese lugar jamás dije que yo había sido