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-¿De qué habla entonces? -preguntó el suizo. -Si lo supiera-contestó el otro-,
probablemente sería mucho más sabio.
Pensé que era una buena respuesta y me produjo curiosidad. Por eso cambié de
posición, trasladándome a la esquina de mi banco más cercana a ellos, y así,
apoyando la espalda en el muro del convento, les escuché perfectamente sin que
pareciera estar haciéndolo.
-¡Rayos y truenos! -exclamó el alemán calentándose-. Cuando un determinado
hombre viene a verte inesperadamente, y sin que él lo sepa envía un mensajero
invisible para que tengas la idea de él et la cabeza durante todo el día...
¿cómo le llama a eso Cuando uno camina por una calle atestada de gen te, en
Frankfurt, Milán, Londres o París, y piensa, que un desconocido que pasa al lado
se asemeja a amigo Heinrich, y luego otro desconocido se parece a tu amigo
Heinrich, y empiezas a tener así la extraña idea de que vas a encontrarte con tu
amigo Heinrich... y eso es exactamente lo que sucede, aunque unos creían que su
amigo estaba en Trieste... ¿cómo le llama a eso?
-Tampoco eso es nada infrecuente -murmuraron el suizo y los otros tres.
-¡Infrecuente! -exclamó el alemán-. Es algo tan común como las cerezas en la
Selva Negra. Es algo tan común como los macarrones en Nápoles. ¡Y lo de Nápoles
me recuerda algo! Cuando la vieja marquesa Senzanima lanza un grito con las
cartas de la uija -y fui testigo, pues sucedió en una familia mía bávara y
aquella noche estaba yo a cargo del servicio-, digo que cuando la vieja marquesa
se levanta de la mesa de cartas blanca a pesar del carmín y grita: «¡mi hermana
de España ha muerto! ¡He sentido en mi espalda su contacto frío!»... y cuando
resulta que la hermana ha muerto en ese momento... ¿cómo le llama a eso?
-O cuando la sangre de San Genaro se licúa porque se lo pide el clero... como
todo el mundo sabe que sucede con regularidad una vez por año, en mi ciudad
natal -añadió el correo napolitano tras una pausa con una mirada cómica-. ¿Cómo
llama a eso?
-¡Eso!-gritó el alemán-. Pues bien, creo que conozco un nombre para eso.
-¿Milagro? -preguntó el napolitano con el mismo rostro pícaro.