Página 1 de 8
Charles Dickens
Una confesión encontrada en una prisión de la época de Carlos II
Tenía el grado de teniente en el ejército de St Majestad y serví en el
extranjero en las campañas de 1677 y 1678. Concluido el tratado de Nimega,
regresé a casa y, abandonando el servicio militar, me retiré a una pequeña
propiedad situada a escasos kilómetros al este de Londres, que había adquirido
recientemente por derechos de mi esposa.
Ésta será la última noche de mi vida, por lo que expresaré toda la verdad sin
disfraz alguno. Nunca fui un hombre valiente, y siempre, desde mi niñez; tuve
una naturaleza desconfiada, reservada y hosca. Hablo de mí mismo como si no
estuviera ya en el mundo, pues mientras escribo esto están cavando mi tumba y
escribiendo mi nombre en el libro negro de la muerte.
Poco después de mi regreso a Inglaterra mi único hermano contrajo una enfermedad
mortal. Esta circunstancia apenas me produjo dolor alguno, pues casi no nos
habíamos relacionado desde que nos hicimos adultos. Él era un hombre generoso y
de corazón abierto, de mejor aspecto físico que yo, más satisfecho de la vida y
en general amado. Los que por ser amigos suyos quisieron conocerme en el
extranjero o en nuestro país, raras veces seguían viéndome mucho tiempo, y
solían decir en nuestra primera conversación que se sorprendían de encontrar dos
hermanos que fueran tan distintos en sus maneras y aspecto. Acostumbraba yo a
provocar esa declaración, pues sabía las comparaciones que iban a hacer entre
ambos y, como sentía en mi corazón una enconada envidia, trataba de justificarla
ante mí mismo.
Nos habíamos casado con dos hermanas. Este vínculo adicional entre nosotros, tal
como lo considerarían algunos, en realidad sirvió sólo para apartarnos más. Su
esposa me conocía bien. Nunca, estando ella presente, mostré mis celos o
rencores secretos, pero aquella mujer los conocía tan bien como yo. Nunca, en
aquellos momentos, levanté mi vista sin encontrar la suya fija en mí; nunca miré
al suelo o hacia otra parte sin tener la sensación de que seguía vigilándome.
Para mí era un alivio inexpresable cuando disputábamos, y fue un alivio todavía
mayor cuando, encontrándome en el extranjero, me enteré de que había muerto.