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Automedonte sujetaba la carne; Aquiles, después de cortarla y dividirla, la espetaba en asadores; y el Menecíada, varón igual a un dios, encendía un gran fuego; y luego, quemada la leña y muerta la llama, extendió las brasas, colocó encima los asadores asegurándolos con piedras y sazonó la carne con la divina sal. Cuando aquélla estuvo asada y servida en la mesa, Patrocio repartió pan en hermosas canastillas; y Aquiles distribuyó la carne, sentóse frente al divino Ulises, de espaldas a la pared, y ordenó a Patroclo, su amigo, que hiciera la ofrenda a los dioses. Patroclo echó las primicias al fuego. Metieron mano a los manjares que tenían delante, y, cuando hubieron satisfecho el deseo de beber y de comer, Ayante hizo una seña a Fénix; y Ulises, al advertirlo, llenó de vino la copa y brindó a Aquiles:
223 -¡Salve, Aquiles! De igual festín hemos disfrutado en la tienda del Atrida Agamenón que ahora aquí, donde podríamos comer muchos y agradables manjares; pero los placeres del delicioso banquete no nos halagan porque tememos, oh alumno de Zeus, que nos suceda una gran desgracia: dudamos si nos será dado salvar o perder las naves de muchos bancos, si tú no lo revistes de valor. Los orgullosos troyanos y sus auxiliares, venidos de lejas tierras, acampan junto a las naves y al muro y han encendido una porción de hogueras; y dicen que, como no podremos resistirlos, asaltarán las negras naves; Zeus Cronida relampaguea haciéndoles favorables señales, y Héctor, envanecido por su bravura y confiando en Zeus, se muestra estupendamente furioso, no respeta a hombres ni a dioses, está poseído de cruel rabia, y pide que aparezca pronto la divina Aurora, asegurando que ha de cortar nuestras elevadas popas, quemar las naves con ardiente fuego y matar cerca de ellas a los aqueos aturdidos por el humo. Mucho teme mi alma que los dioses cumplan sus amenazas y el destino haya dispuesto que muramos en Troya, lejos de Argos, criadora de caballos. Ea, levántate si deseas, aunque tarde, salvar a los aqueos, que están acosados por los troyanos. A ti mismo te ha de pesar si no lo haces, y no puede repararse el mal una vez causado; piensa, pues, cómo librarás a los dánaos de tan funesto día. Amigo, tu padre Peleo te daba estos consejos el día en que desde Ftía lo envió a Agamenón: «¡Hijo mío! La fortaleza, Atenea y Hera te la darán si quieren; tú refrena en el pecho el natural fogoso- la benevolencia es preferible -y abstente de perniciosas disputas para que seas más honrado por los argivos jóvenes y ancianos.» Así te amonestaba el anciano y tú lo olvidas. Cede ya y depón la funesta cólera; pues Agamenón te ofrece dignos presentes si renuncias a ella.