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Mas el padre no se cuidaba de ellos; y, sentado aparte, ufano de su gloria, contemplaba la ciudad troyana, las naves aqueas, el brillo del bronce, a los que mataban y a los que la muerte recibían.
84 Al amanecer y mientras iba aumentando la luz del sagrado día, los tiros alcanzaban por igual a unos y a otros y los hombres caían. Cuando llegó la hora en que el leñador prepara el almuerzo en la espesura del monte, porque tiene los brazos cansados de cortar grandes árboles, siente fatiga en su corazón y el dulce deseo de la comida le ha llegado al alma, los dánaos, exhortándose mutuamente por las filas y peleando con bravura, rompieron las falanges teucras. Agamenón, que fue el primero en arrojarse a ellas, mató primeramente a Biánor, pastor de hombres, y después a su compañero Oileo, hábil jinete. Éste se había apeado del carro para sostener el encuentro, pero el Atrida le hundió en la frente la aguzada pica, que no fue detenida por el casco del duro bronce, sino que pasó a través del mismo y del hueso, conmovióle el cerebro y postró al guerrero cuando contra aquél arremetía. Después de quitarles a entrambos la coraza, Agamenón, rey de hombres, dejólos allí, con el pecho al aire, y fue a dar muerte a Iso y a Antifo, hijos bastardo y legítimo, respectivamente, de Príamo, que iban en el mismo carro. El bastardo guiaba y el ilustre Antifo combatía. En otro tiempo Aquiles, habiéndolos sorprendido en un bosque del Ida, mientras apacentaban ovejas, atólos con tiernos mimbres; y luego, pagado el rescate, los puso en libertad. Mas entonces el poderoso Agamenón Atrida le envainó a Iso la lanza en el pecho, sobre la tetilla, y a Antifo lo hirió con la espada en la oreja y lo derribó del carro. Y, al ir presuroso a quitarles las magníficas armaduras, los reconoció; pues los había visto en las veleras naves cuando Aquiles, el de los pies ligeros, se los llevó del Ida. Bien así corno un león penetra en la guarida de una ágil cierva, se echa sobre los hijuelos y despedazándolos con los fuertes dientes les quita la tierna vida, y la madre no puede socorrerlos, aunque esté cerca, porque le da un gran temblor, y atraviesa, azorada y sudorosa, selvas y espesos encinares, huyendo de la acometida de la terrible fiera; tampoco los troyanos pudieron librar a aquéllos de la muerte, porque a su vez huían delante de los argivos.
122 Alcanzó luego el rey Agamenón a Pisandro y al intrépido Hipóloco, hijos del aguerrido Antímaco (éste, ganado por el oro y los espléndidos regalos de Alejandro, se oponía a que Helena fuese devuelta al rubio Menelao): ambos iban en un carro, y desde su sitio procuraban guiar los veloces corceles, pues habían dejado caer las lustrosas riendas y estaban aturdidos.