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Fuimos rectamente uno hacia el otro, a pesar de la gran cantidad de personas que rodeaban el lecho? y nada nos dijimos, pues nuestros ojos expresaban toda la felicidad de habernos encontrado.
Al verlo, diáfano y visible a través de todo y de todos, acababa de comprender que yo estaba como él-muerta.
Habíamos muerto, a pesar de mi temor de ser salvada cuando perdí el conocimiento. Habíamos perdido algo más, por dicha... Y allí, en la cama, mi madre desesperada me sacudía a gritos mientras el mozo del hotel apartaba de mi cabeza los brazos de mi amado.
Alejados al fondo, con las manos unidas, Luis y yo veíamoslo todo en una perspectiva nítida, pero remotamente fría y sin pasión. A tres pasos, sin duda, estábamos nosotros, muertos por suicidio, rodeados por la desolación de mis parientes, del dueño del hotel y por el vaivén de los policías. ¿Qué nos importaba eso?
-¡Amada mía!...-me decía Luis-. ¡A qué poco precio hemos comprado esta felicidad de ahora!
-Y yo -le respondí- te amaré siempre como te amé antes. Y no nos separaremos más, ¿verdad?
-¡Oh, no!... Ya lo hemos probado.
-¿E irás todas las noches a visitarme?
Mientras cambiábamos así nuestras promesas oíamos los alaridos de mamá que debían ser violentos, pero que nos llegaban con una sonoridad inerte y sin eco, como si no pudieran traspasar en más de un metro el ambiente que rodeaba a mamá.
Volvimos de nuevo la vista a la agitación de la pieza. Llevaban por fin nuestros cadáveres, y debía de haber transcurrido un largo tiempo desde nuestra muerte, pues pudimos notar que tanto Luis como yo teníamos ya las articulaciones muy duras y los dedos muy rígidos.
Nuestros cadáveres... ¿Dónde pasaba eso? ¿En verdad había habido algo de nuestra vida, nuestra ternura, en aquellos dos pesadísimos cuerpos que bajaban por las escaleras, amenazando hacer rodar a todos con ellos?
¡Muertos! ¡Qué absurdo! Lo que había vivido en nosotros, más fuerte que la vida misma, continuaba viviendo con todas las esperanzas de un eterno amor. Antes... no había podido asomarme siquiera a la puerta para verlo; ahora hablaría regularmente con él, pues iría a casa como novio mío.
-¿Desde cuándo irás a visitarme?-le pregunté.
-Mañana-repuso él-. Dejemos pasar hoy.
-¿Por qué mañana?-pregunté angustiada-. ¿No es lo mismo hoy? ¡Ven esta noche, Luis! ¡Tengo tantos deseos de estar a solas contigo en la sala!
-¡Y yo! ¿A las nueve, entonces?