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Desde allí veía el campo, y pensó en la recomendación de su madre.
-¿Por qué no querrá mamá -se dijo- que vaya a buscar nidos en el campo?
Estaba pensando así cuando oyó, muy lejos, el canto de un pájaro. .
-¡Qué canto tan fuerte! -dijo admirado-. ¡qué huevos tan grandes debe tener ese pájaro!
El canto se repitió. Y entonces el coatí se puso a correr por entre el monte, cortando camino, porque el canto había sonado muy a su derecha. El sol caía ya, pero el coatí volaba con la cola levantada. Llegó a la orilla del monte, por fin, y miró al campo. Lejos vio la casa de los hombres, y vio a un hombre con botas que Ilevaba un caballo de la soga. Vio también un pájaro muy grande que cantaba y entonces el coaticito se golpeó la frente y dijo:
-¡Qué zonzo soy! Ahora ya sé qué pájaro es ése. Es un gaIlo; mamá me lo mostró un día de arriba de un árbol. Los gallos tienen un canto lindísimo, y tienen muchas gallinas que ponen huevos. ¡Si yo pudiera comer huevos de gallina!...
Es sabido que nada gusta tanto a los bichos chicos de monte como los huevos de gallina. Durante un rato el coaticito se acordó de la recomendación de su madre. Pero el deseo pudo más, y se sentó a la orilla del monte, esperando que cerrara bien la noche para ir al gallinero.
La noche cerró por fin, y entonces, en puntas de pie y paso a paso, se encaminó a la casa. Llegó allá y escuchó atentamente: no se sentía el menor ruido. El coaticito, loco de alegría porque iba a comer cien, mil, dos mil huevos de gallina, entró en el gallinero, y lo primero que vio bien en la entrada fue un huevo que estaba solo en el suelo. Pensó un instante en dejarlo para el final, como postre, porque era un huevo muy grande, pero la boca se le hizo agua, y clavó los dientes en el huevo.
Apenas lo mordió, ¡TRAC!, un terrible golpe en la cara y un inmenso dolor en el hocico.
-¡Mamá, mamá! -gritó, loco de dolor, saltando a todos lados. Pero estaba sujeto, y en ese momento oyó el ronco ladrido de un perro.
Mientras el coatí esperaba en la orilla del monte que cerrara bien la noche para ir al gallinero, el hombre de la casa jugaban sobre la gramilla con sus hijos, dos criaturas rubias de cinco y seis años, que corrían riendo, se caían, se levantaban riendo otra vez, y volvían a caerse.