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-¡Ah! ¡Y a ti te lo confían! ¡A ti, a ti! ¡Y cuando tu mujer te pide
un poco de halago, y quiere... me llamas ladrona a mí! ¡Infame!
Se durmió al fin. Pero Kassim no durmió.
Entregaron luego a Kassim para montar, un solitario, el brillante más
admirable que hubiera pasado por sus manos.
-Mira, María, qué piedra. No he visto otra igual.
Su mujer no dijo nada; pero Kassim la sintió respirar hondamente sobre
el solitario.
-Una agua admirable...-prosiguió él-costará nueve o diez mil pesos.
-Un anillo!-murmuró María al fin.
-No, es de hombre... Un alfiler.
A compás del montaje del solitario, Kassim recibió sobre su espalda
trabajadora cuanto ardía de rencor y cocotaje frustrado en su mujer.
Diez veces por día interrumpía a su marido para ir con el brillante
ante el espejo. Después se lo probaba con diferentes vestidos.
-Si quieres hacerlo después...-se atrevió Kassim.-Es un trabajo
urgente.
Esperó respuesta en vano; su mujer abría el balcón.
-María, te pueden ver!
-Toma! ¡ahí está tu piedra!
El solitario, violentamente arrancado, rodó por el piso.
Kassim, lívido, lo recogió examinándolo, y alzó luego desde el suelo
la mirada a su mujer.
-Y bueno, ¿por qué me miras así? ¿Se hizo algo tu piedra?
-No-repuso Kassim. Y reanudó en seguida su tarea, aunque las manos
le temblaban hasta dar lástima.
Pero tuvo que levantarse al fin a ver a su mujer en el dormitorio, en
plena crisis de nervios. El pelo se había soltado y los ojos le salían
de las órbitas.
-¡Dame el brillante!-clamó.-¡Dámelo! ¡Nos escaparemos! ¡Para mí!
¡Dámelo!
-María...-tartamudeó Kassim, tratando de desasirse.
-¡Ah!-rugió su mujer enloquecida.-¡Tú eres el ladrón, miserable!
¡Me has robado mi vida, ladrón, ladrón! Y creías que no me iba a
desquitar... cornudo! ¡Ajá! Mírame... no se te había ocurrido nunca,
¿eh? ¡Ah!-y se llevó las dos manos a la garganta ahogada. Pero cuando
Kassim se iba, saltó de la cama y cayó, alcanzando a cogerlo de
un botín.
-¡No importa! ¡El brillante, dámelo! ¡No quiero más que eso! ¡Es mío,
Kassim miserable!
Kassim la ayudó a levantarse, lívido.
-Estás enferma, María. Después hablaremos... acuéstate.
-¡Mi brillante!
-Bueno, veremos si es posible... acuéstate.
-Dámelo!
La bola montó de nuevo a la garganta.