Anaconda (Horacio Quiroga) Libros Clásicos

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¿No es eso, Terrífica?
Se hizo un largo silencio.
-Sí -murmuró abrumada Terrífica-. Está concluido...
-Entonces -prosiguió Anaconda volviendo la cabeza a todos lados-, antes de morir quisiera... ¡Ah, mejor así! -concluyó satisfecha al ver a la cobra real que avanzaba lentamente hacia ella.
No era aquél probablemente el momento ideal para un combate. Pero desde que el mundo es mundo, nada ni la presencia del Hombre sobre ellas podrá evitar que una Venenosa y una Cazadora solucionen sus asuntos particulares.
El primer choque fue favorable a la cobra real: sus colmillos se hundieron hasta la encía en el cuello de Anaconda. Esta, con la maravillosa maniobra de las boas de devolver en ataque una cogida casi mortal, lanzó su cuerpo adelante como un látigo y envolvió en él a la Hamadrías, que en un instante se sintió ahogada. La boa, concentrando toda su vida en aquel abrazo, cerraba progresivamente sus anillos de acero; pero la cobra real no soltaba presa. Hubo aún un instante en que Anaconda sintió crujir su cabeza entre los dientes de la Hamadrías. Pero logró hacer un supremo esfuerzo, y este postrer relámpago de voluntad decidió la balanza a su favor. La boca de la cobra, semiasfixiada, se desprendió babeando, mientras la cabeza libre de Anaconda hacia presa en el cuerpo de la Hamadrías.
Poco a poco, segura del terrible abrazo con que inmovilizaba a su rival, su boca fue subiendo a lo largo del cuello, con cortas y bruscas dentelladas, en tanto que la cobra sacudía desesperada la cabeza. Los 96 agudos dientes de Anaconda subían siempre, llegaron al capuchón, treparon, alcanzaron la garganta, subieron aún, hasta que se clavaron por fin en la cabeza de su enemiga, con un sordo y larguísimo crujido de huesos masticados.
Ya estaba concluido. La boa abrió sus anillos, y el macizo cuello de la cobra se escurrió pesadamente a tierra, muerta.
-Por lo menos estoy contenta... -murmuró Anaconda, cayendo a su vez exánime sobre el cuerpo de la asiática.
Fue en ese instante cuando las víboras oyeron a menos de cien metros el ladrido agudo del perro.
Y ellas, que diez minutos antes atropellaban aterradas la entrada de la caverna, sintieron subir a sus ojos la llamarada salvaje de la lucha a muerte por la selva entera.
-¡Entremos! -agregaron, sin embargo, algunas.
-¡No, aquí! ¡Muramos aquí! -ahogaron todas con sus silbidos. Y contra el murallón de piedra que les cortaba toda retirada, el cuello y la cabeza erguidos sobre el cuerpo arrollado, los ojos hechos ascua, esperaron.
No fue larga su espera. En el día aún lívido y contra el fondo negro del monte, vieron surgir ante ellas las dos altas siluetas del nuevo director y de Fragoso, reteniendo en traílla al perro, que, loco de rabia, se abalanzaba adelante.
-¡Se acabó! ¡Y esta vez definitivamente! -murmuró Ñacaniná, despidiéndose- con esas seis palabras de una vida bastante feliz, cuyo sacrificio acababa de decidir. Y con un violento empuje se lanzó al encuentro del perro, que, suelto y con la boca blanca de espuma, llegaba sobre ellas.

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