Las aventuras de Tom Sawyer (Mark Twain) Libros Clásicos

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Los tres se abrazaron aterrados, en la densa oscuridad en que todo volvió a sumergirse. Gruesas gotas de lluvia empezaron a golpear las hojas.
-¡A escape, chicos! ¡A la tienda!
Se irguieron de un salto y echaron a correr, tropezando en las raíces y en las lianas, cada uno por su lado. Un vendaval furioso rugió por entre los árboles sacudiendo y haciendo crujir cuanto encontraba en su camino. Deslumbrantes relámpagos y truenos ensordecedores se sucedían sin pausa. Y después cayó una lluvia torrencial, que el huracán impedía en líquidas sábanas a ras del suelo. Los chicos se llamaban a gritos, pero los bramidos del viento y el retumbar de la tronada, ahogaban por completo sus voces. Sin embargo, se juntaron al fin y buscaron cobijo bajo la tienda, ateridos, temblando de espanto, empapados de agua; pero gozosos de hallarse en compañía en medio de su angustia. No podían hablar por la furia con que aleteaba la maltrecha vela, aunque otros ruidos lo hubiesen permitido. La tempestad crecía por momentos, y la vela, desgarrando sus ataduras, marchó volando en la turbonada. Los chicos, cogidos de la mano, huyeron, arañándose y dando tumbos, a guarecerse bajo un gran roble que se erguía a la orilla del río. La batalla estaba en su punto culminante. Bajo la incesante deflagración de los relámpagos que flameaban en el cielo todo se destacaba crudamente y sin sombras; los árboles doblegados, el río ondulante cubierto de blancas espumas, que el viento arrebataba, y las indecisas líneas de los promontorios y acantilados de la otra orilla, se vislumbraban a ratos a través del agitado velo de la oblicua lluvia. A cada momento algún árbol gigante se rendía en la lucha y se desplomaba con estruendosos chasquidos sobre los otros más jóvenes, y el fragor incesante de los truenos culminaba ahora en estallidos repentinos y rápidos, explosiones que desgarraban el oído y producían indecible espanto. La tempestad realizó un esfuerzo supremo, como si fuera a hacer la isla pedazos, incendiarla, sumergirla hasta los ápices de los árboles, arrancarla de su sitio y aniquilar a todo ser vivo que en ella hubiese, todo a la vez, en el mismo instante. Era una tremenda noche para pasarla a la intemperie aquellos pobres chiquillos sin hogar.
Pero al cabo la batalla llegó a su fin, y las fuerzas contendientes se retiraron, con amenazas y murmullos cada vez más débiles y lejanos, y la paz recuperó sus fueros.

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