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Su cara era tan hermosa bajo la luz de la luna que la pequeña golondrina se sintió llena de lástima.
-‘¿Quién eres?» -le preguntó.
-«Soy el Príncipe Feliz».
-«Entonces; ¿por qué lloras?» -dijo la golondrina-, «me has empapado.»
-«Cuando estaba vivo, y tenía un corazón humano» -contestó la estatua-, «no sabía lo que eran las lágrimas, porque vivía en el Palacio de Sans-Souci, donde a la tristeza no se le permite entrar. Durante el día jugaba con mis amigos en el jardín, y en la noche yo dirigía las danzas en el Gran Salón.
«Alrededor del jardín se alzaba una tapia altísima, pero nunca me preocupé por preguntar lo que se encontraba tras ella; todo lo que me rodeaba era tan bello. Mis cortesanos me llamaban El Príncipe Feliz, y en realidad lo era, si es que el placer es la felicidad. Así viví, y así morí. Y ahora que estoy muerto me han colocado a tal altura, que puedo ver toda la fealdad y toda la miseria de mi ciudad, y aunque mi corazón ahora es de plomo, no me queda más remedio que llorar.»
-«Pues qué, ¿no está hecho de oro macizo?» -se dijo para sí la golondrina, pues era muy cortés para hacer observaciones en voz alta.
-«Allá lejos» --continuó la estatua en voz baja y melódica-, «allá lejos, en una callejuela, hay una casa muy pobre. Una de las ventanas permanece abierta, y por ella puedo ver una mujer sentada ante una mesa. Su cara se ve demacrada y triste, tiene manos toscas y enrojecidas, y las yemas de sus dedos picadas por la aguja, porque es costurera. Está bordando pasionarias en un vestido de seda que deberá lucir la más encantadora de las damás de honor de la reina, en el próximo gran baile de la Corte. Sobre una cama, en un rincón del mismo cuarto, yace su pequeño hijo enfermo, con fiebre, y pide naranjas. Su madre no tiene nada para darle, más que el agua del río; y por eso el pequeño llora. Golondrina, golondrina, golondrinita, ¿no quisieras llevarle el rubí del puño de mi espada? Mis pies están sujetos a este pedestal, y no puedo moverme.