Página 1 de 33
Oscar Wilde
EL RETRATO DE MISTER W. H.
I
Había estado yo cenando con Erskine en su pequeña y bonita casa de Birdcage Walk, y estábamos sentados en la biblioteca saboreando nuestro café y nuestros cigarrillos, cuando salió a relucir casualmente en la conversación la cuestión de las falsificaciones literarias. No recuerdo ahora cómo fuimos a dar con ese tema tan curioso, cómo surgió en aquel entonces, pero sé que tuvimos una larga discusión sobre MacPherson, Ireland y Chatterton1, y que respecto al último yo insistía en que las supuestas falsificaciones eran meramente el resultado de un deseo artístico de una representación perfecta; que no teníamos ningún derecho a querellarnos con ningún artista por las condiciones bajo las cuales elige presentar su obra y que siendo el arte hasta cierto punto un modo de actuación, un intento de poder realizar la propia personalidad en un plano imaginario, fuera del alcance de los accidentes y limitaciones de la vida real con todas sus trabas, censurar a un artista por una falsificación era confundir un problema ético con uno estético.
1. James MacPherson (1736-1796) se dijo traductor de los poemas de Ossian; Samuel Ireland (1777-1835) falsificó autógrafos y obras perdidas de Shakespeare, y Thomas Chatterton (1752-1770) compuso poemas que atribuyó a Thomas Rowley, un supuesto monje del siglo xv.
Erskine, que era mucho mayor que yo, y había estado escuchándome con la deferencia divertida de un hombre de cuarenta años, me puso de pronto la mano en el hombro y me dijo:
-¿Qué dirías de un joven que tuviera una teoría extraña sobre cierta obra de arte, que creyera en su teoría y cometiera una falsificación a fin de demostrarla?
-¡Ah!, eso es un asunto completamente diferente -contesté.
Erskine permaneció en silencio unos instantes, mirando las tenues volutas grises de humo que ascendían de su cigarrillo.
-Sí -dijo, después de una pausa-, completamente diferente.
Había algo en su tono de voz, un ligero toque de amargura quizá, que excitó mi curiosidad.
-¿Has conocido alguna vez a alguien que hubiera hecho eso? -le pregunté.
-Sí -respondió, arrojando su cigarrillo al fuego-, un gran amigo mío, Cyril Graham.