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Este príncipe tiene varias máquinas montadas sobre ruedas para el transporte de árboles y otros grandes pesos. Muchas veces construye sus mayores buques de guerra, de los cuales algunos tienen hasta nueve pies de largo, en los mismos bosques donde se producen las maderas, y luego los hace llevar en estos ingenios tres o cuatrocientas yardas, hasta el mar. Quinientos carpinteros e ingenieros se pusieron inmediatamente a la obra para disponerla mayor de las máquinas hasta entonces construida. Consistía en un tablero levantado tres pulgadas del suelo, de unos siete pies de largo y cuatro de ancho, y que se movía sobre veintidós ruedas. Los gritos que oí eran ocasionados por la llegada de esta máquina, que, según parece, emprendió la marcha cuatro horas después de haber pisado yo tierra. La colocaron paralela a mí; pero la principal dificultad era alzarme y colocarme en este vehículo. Ochenta vigas, de un pie de alto cada una, fueron erigidas para este fin, y cuerdas muy fuertes, del grueso de bramantes, fueron sujetas con garfios a numerosas fajas con que los trabajadores me habían rodeado el cuello, las manos, el cuerpo y las piernas. Novecientos hombres de los más robustos tiraron de estas cuerdas por medio de poleas fijadas en las vigas, y así, en menos de tres horas, fui levantado, puesto sobre la máquina y en ella atado fuertemente. Todo esto me lo contaron, porque mientras se hizo esta operación yacía yo en profundo sueño, debido a la fuerza de aquel medicamento soporífero echado en el vino. Mil quinientos de los mayores caballos del emperador, altos, de cuatro pulgadas y media, se emplearon para llevarme hacia la metrópolis, que, como ya he dicho, estaba a media milla de distancia.
Hacía unas cuatro horas que habíamos empezado nuestro viaje, cuando vino a despertarme un accidente ridículo. Habiéndose detenido el carro un rato para reparar no sé qué avería, dos o tres jóvenes naturales tuvieron la curiosidad de recrearse en mi aspecto durante el sueño; se subieron a la máquina y avanzaron muy sigilosamente hasta mi cara. Uno de ellos, oficial de la guardia, me metió la punta de su chuzo por la ventana izquierda de la nariz hasta buena altura, el cual me cosquilleó como una paja y me hizo estornudar violentamente. En seguida se escabulleron sin ser descubiertos, y hasta tres semanas después no conocí yo la causa de haberme despertado tan de repente.