Los viajes de Gulliver (Jonathan Swift) Libros Clásicos

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Solté la cuerda y, dejando los ganchos fijos a los barcos, corté resueltamente con mi navaja los cables que amarraban las anclas, mientras recibía sobre doscientos tiros en la cara y las manos. Tomé luego el extremo anudado de los cables a que estaban atados los ganchos, y con gran facilidad me llevé tras de mí cincuenta de los mayores buques de guerra del enemigo.
     Los blefuscudianos, que no tenían la menor sospecha de lo que yo me proponía, quedaron al principio confundidos de asombro. Me habían visto cortar los cables y pensaban que mi designio era solamente dejar los barcos a merced de las olas o que se embistiesen unos contra otros; pero cuando vieron toda la flota echar a andar en orden y a mí tirando delante, lanzaron tal grito de dolor y desesperación, que casi es imposible de explicar ni de concebir. Ya fuera de peligro, me detuve un rato para sacarme las flechas que se me habían hincado en las manos y en la cara y me untó ungüento del que me habían dado al principio de mi llegada, según he referido anteriormente. Luego me quité los lentes, y aguardando alrededor de una hora a que la marea estuviese algo más baja, vadeé el centro con mi carga y llegué salvo al puerto real de Liliput.
     El emperador y toda su corte estaban en la playa esperando el éxito de esta gran aventura. Veían avanzar los barcos formando una extensa media luna; pero no podían distinguirme a mí, que estaba metido hasta el pecho en el agua. Ya llegaba yo a la mitad del canal y su zozobra no menguaba, porque las aguas me cubrían hasta el cuello. Pensaba el emperador que yo me había ahogado y que la flota del enemigo se aproximaba en actitud hostil; pero en breve se desvanecieron sus temores, porque, disminuyendo la poca profundidad del canal a cada paso que daba yo, pronto estuve a distancia para hacerme oír; y alzando el cabo del cable con que estaba atada la flota, grité en voz muy alta: «¡Viva el muy poderoso emperador de Liliput!» Este gran príncipe me recibió al llegar a tierra con todos los encomios posibles y me hizo allí mismo nardac, que es el más alto título honorífico entre ellos.
     Su Majestad quería que yo aprovechase alguna otra ocasión para traer a sus puertos el resto de los barcos de su enemigo.

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