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Me habló con gran cortesía y observó que yo no tenía aspecto extraviado ni hablaba sin fundamento, y cuando quedamos solos me pidió que le hiciese relación de mi viaje y del accidente en virtud del cual me había visto flotando a la ventura en aquella extraordinaria barca de madera. Me dijo que a eso de las doce del día estaba mirando con el anteojo y la divisó a alguna distancia, y suponiendo que fuese una vela formó propósido de acercarse -ya que no estaba muy apartado de su ruta-, con la esperanza de comprar algo de galleta, que empezaba a faltarle. Al aproximarse descubrió su error, y entonces envió la lancha para que averiguase lo que era. Sus hombres volvieron asustados, jurando que habían visto una casa que nadaba; se rió de la simpleza y entró él mismo en el bote, dando a sus hombres orden de que llevasen un cable fuerte con ellos. Aprovechando el tiempo de calma que hacía, remó a mi alrededor varias veces y observó mis ventanas y los enrejados de alambre que las protegían. Descubrió dos colgaderos en un costado, que era todo de madera, sin paso ninguno para la luz. Entonces mandó a sus hombres remar hacia aquel lado, y, atando el cable a uno de los colgaderos, les ordenó remolcar mi arca -como él decía- en dirección al barco. Cuando estuvo allí dispuso que atasen otro cable a la anilla de la tapa y que se guindase mi arca por medio de poleas, lo que entre todos los marineros no lograron en más de dos o tres pies. Añadió que había visto mi bastón y mi pañuelo salir por la abertura, y juzgó que algún desventurado debía de estar encerrado en el interior.
Le pregunté si él o la tripulación habían visto en los aires alguna gigantesca ave por el tiempo en que echaron de ver la caja por primera vez. A ello me contestó que hablando de este asunto con sus marineros, mientras yo dormía, dijo uno de ellos que había visto tres águilas que volaban hacia el Norte; pero no hizo observación ninguna en cuanto a que fuesen mayores del tamaño normal, lo cual supongo yo que ha de atribuirse a la gran altura a que estaban. No acertaba el capitán a comprender la razón de mi pregunta; le interrogué entonces a qué distancia de tierra calculaba que estaríamos. Me dijo que, según su cómputo más exacto, estábamos por lo menos a cien leguas.