Página 4 de 111
dón. Luego, de pronto, al atardecer, un grito general
de ¡ahí están! y allá abajo, en lontananza, veíamos
avanzar el rebaño entre un grandísimo nimbo de
polvo. Todo el camino parece andar con él. Los
viejos moruecos vienen a vanguardia, con los cuer-
nos hacia delante y aspecto montaraz; detrás, el
grueso de los carneros, las ovejas un poco cansadas
y los corderos entre las patas de sus madres, las
mulas con perendengues rojos, llevando en serones
los lechales de un día, a quienes mecen al andar;
después los perros, chorreando de sudor y con la
lengua colgante hasta el suelo, y dos grandísimos
tunos de rabadanes envueltos en mantas encarna-
das, que les caen a modo de capas hasta los talones.
Todo esto desfila ante nosotros alegremente y
se precipita en el zaguán, pateando con un ruido de,
chaparrón. Es cosa de ver qué movimiento de
asombro en toda la casa. Los grandes pavos reales
de color verde y oro, de cresta de tul, desde lo alto
de sus perchas han conocido a los que llegan y los
C A R T A S D E M I M O L I N O
9
acogen con una estridente, trompetería. Las aves de
corral, recién dormidas, se despiertan con sobre-
salto. Todo el mundo está en pie: palomas, patos,
pavos, pintadas. El corral está como loco, las galli-
nas hablan de pasar en vela la noche. Diríase que
cada carnero ha traído entre la lana, a la vez que un
silvestre aroma de los Alpes, un poco de ese aire vi-
vo de las montañas que embriaga y hace bailar.
En medio de ese barullo, el rebaño penetra en
su yacija. Nada tan hechicero como esa instalaci6n.
Los borregos viejos enternécense al volver a con-
templar sus pesebres. Los corderos, los lechales, los
que han nacido durante el viaje y nunca vieron la
granja, miran en torno suyo con extrañeza.
Pero lo más conmovedor aun, es ver los perros,
esos valientes perros de pastor, atareadísimos tras
de sus bestias y sin ver otra cosa sino ellas en la ma-