Cartas desde mi molino (Alfonso Daudet) Libros Clásicos

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mula! ¡Y con qué pena acordábame de ella en Ita-
lia!... ¿Me permitiréis Vos que la vea?
-Sí, hijo mío, la verás -dijo el bueno del Papa,
lleno de emoción. -Y puesto que tanto amas a aquel
bendito animal, no quiero que vivas lejos de él.
Desde este día quedas afecto a mi persona en cali-
dad de archipámpano... Mis cardenales chillarán,
pero ¡peor, para ellos! ya estoy acostumbrado... Ven
a vernos mañana, ,al salir de vísperas, y Nos te im-

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pondremos las insignias de tu beneficio en presen-
cia de Nuestro cabildo, y luego... te llevaré a ver la
mula, y vendrás a la viña con nosotros dos... ¿Eh?
¡Ja, ja! ¡Anda, véte!...
No necesito decires si Tistet Védene estaría
contento al salir del salón del Solio, y con qué, im-
paciencia aguardó la ceremonia del día siguiente.
Sin, embargo, había en palacio alguien más satisfe-
cho y más impaciente que él: era la mula. Desde el
regreso de Védene hasta las vísperas del siguiente
día, la terrible bestia no cesó de atiborrarse de avena
y cocear la pared con los cascos de atrás. También
ella se preparaba para la ceremonia...
Al día siguiente, luego de cantarse vísperas,
Tistet Védene hizo su entrada en el patio del palacio
papal. Allá estaba todo el alto clero, los cardenales
con sus togas rojas, el «abogado del diablo» de ter-
ciopelo negro, los abades de conventos con sus me-
nudas mitras, los mayordomos de fábrica de, San
Agrico, las sotanas violetas de la escolanía y también
el bajo clero, los soldados del Papa de gran unifor-
me de gala, los ermitaños del monte Ventoso con
sus caras feroces y el monacillo que va detrás tocan-
do la campanilla, los hermanos disciplinantes des-
nudos hasta la cintura, los floridos sacristanes con

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toga de jueces; todos, toditos, hasta los queda las
aspersiones de agua bendita, y el que enciende y el

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