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do la vista a cada paso hacia aquel inmenso
horizonte de agua y de luz, que parecía ensancharse
conforme iba yo subiendo.
Desde lo alto, era encantador. Aun me parece
ver aquel magnífico comedor, de anchas losas, pa-
ramentos de encina, la bouillabaisse humeante en me-
dio, la puerta abierta de par en par al blanco terrado,
y los resplandores del poniente que lo inundaban...
Esperábanme allí, para ponerse a la mesa, los torre-
ros. Eran tres: uno de Marsella y dos de Córcega;
los tres pequeños, barbudos, con el mismo rostro
curtido y resquebrajado, é idéntico pelone (gabán) de
pelo de cabra, pero de porte y humor enteramente
opuestos entre sí.
Por el modo de vivir de aquellas gentes, com-
prendíase enseguida la diferencia de ambas razas. El
marsellés, industrioso y vivo, siempre atareado, en
continuo movimiento, recorría la isla desde la ma-
ñana a la noche, cultivando, pescando, recogiendo
C A R T A S D E M I M O L I N O
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huevos de gouailles, emboscándose entre los mato-
rrales para ordeñar una cabra al paso, y siempre en
vías de hacer un aliolí o de guisar alguna bouillabaisse.
Los corsos, fuera de su servicio, no se ocupaban ab-
solutamente de nada; considerábanse como funcio-
narios, y pasaban todo el día en la cocina jugando
interminables partidas de scopa, sin interrumpirlas
más que para encender de nuevo las pipas con aire
grave, y para picar con tijeras en la palma de las ma-
nos grandes hojas de tabaco verde... Por lo demás,
marsellés y corsos eran tres buenas personas, senci-
llos, bonachones, y llenos de miramientos con su
huésped, aunque en el fondo hubiera de parecerles
un señor muy extraordinario.
¡Figúrense ustedes: ir a encerrarse en el faro por
su gusto!... ¡Y ellos, que encuentran tan largos los
días, y son tan felices cuando les toca la vez de bajar
a tierra!... En la buena estación, esa gran ventura les
llega todos los meses. Diez días de tierra firme por
treinta de faro: he ahí lo que dispone el reglamento.
Pero con el invierno y los grandes temporales, no