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la llegada del barco: pero al cabo de tres días era de
todo punto imposible... ¿ Cómo arreglármelas?
¿Llevarle fuera? ¿Enterrarlo? La roca era demasiado
dura; ¡y hay tantos cuervos en la isla! Daba pena
abandonarles aquel cristiano. Entonces pensé en
bajarlo a uno de los departamentos del lazareto...
Toda una tarde me llevó aquella triste faena, y le
respondo a usted de que me hizo falta el valor...
¡Mire usted, caballero! Aun hoy, cuando bajo a esa
parte de la isla en una tarde de ventarrón, me parece
que todavía llevo a cuestas al difunto...
¡Pobre viejo Bartoli! Sudaba sólo al pensar en
ello.
Así pasábamos las horas de comer, charlando
largo y tendido: el faro, el mar, narraciones de nau-
fragios, historias de bandidos corsos... Luego, al ca-
er el día, el torrero del primer cuarto encendía su
candileja, agarraba la pipa, la calabaza, un grueso
A L F O N S O D A U D E T
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Plutarco de cantos rojos (toda la biblioteca de las
Sanguinarias) y desaparecía por el fondo. Al cabo de
un momento, en todo el faro oíase un estrépito de
cadenas, de poleas, de grandes pesas de reloj a los
cuales se daba cuerda.
Durante ese tiempo, iba a sentarme fuera, en la
terraza. El sol, muy bajo ya, descendía cada vez con
más rapidez hacia el agua, llevándose tras de sí todo
el horizonte. Refrescaba el viento, la isla teñíase de
color violáceo. Por el cielo Pasaba junto a mí con
tardo vuelo un gran pajarraco: era el águila que vol-
vía de regreso a la torre... Poco a poco subían las
bramas del mar. Bien pronto veíase tan sólo el blan-
co festón de la espuma en torno de la isla... De
pronto, por encima de mi cabeza, surgía una gran
oleada de plácida luz. El faro estaba encendido.
Dejando en sombras a toda la isla, el claro haz de
rayos iba a caer a lo lejos en alta mar, y allí estaba yo
envuelto entre tinieblas, bajo aquellas grandes ondas
luminosas que apenas me salpicaban al paso.