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.. Pero
el viento seguía refrescando. Era preciso recogerse.
A tientas cerraba el grueso portón y corría las barras
de hierro; después, y siempre a tientas, tomaba por
una escalerilla de fundición, que retemblaba y sona-
C A R T A S D E M I M O L I N O
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ba con mis pasos o iba a parar a la cúspide del faro.
Por supuesto, allá sí que había luz.
Imaginaos una gigantesca lámpara Cárcel, de
seis filas de mecheros, alrededor de la cual giran con
lentitud las paredes de la linterna, unas cerradas por
enorme lente de cristal, otras abiertas a una gran vi-
driera inmóvil que resguarda del viento a la llama...
Al entrar, quedábame deslumbrado. Esos cobres,
esos estaños, esos reflectores de metal blanco, esas,
paredes de cristal abombado que giraban con gran-
des círculos azulados, todo ese espejeo, toda esa
balumba de luces, me daban vértigos por un ins-
tante.
Sin embargo, poco a poco habituábanse a ello
mis ojos, y acababa por sentarme al pie mismo de la
lámpara, junto al torrero que leía su Plutarco en voz
alta, por temor de quedarse dormido.
Por fuera, la obscuridad, el abismo. En el bal-
concillo que da vuelta en torno de la vidriera, el
viento corre aullando como un loco. Cruje el faro, la
mar brama. En la punta de la isla, en las rompientes,
las olas como que disparan cañonazos. A veces, un
dedo invisible pega en los vidrios: algún ave noc-
turna, atraída por la luz, y que va a estrellarse de ca-
beza contra el cristal. Dentro de la linterna
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centelleante y cálida, nada más que el chisporroteo
de la llama, el ruido del aceite que cae gota a gota, y
el de la cadena que va desenrollándose, y una voz
monótona, que salmodia la vida de Demetrio de
Falerea.
A media noche, levantábase el torrero, echaba el
postrer vistazo a sus mechas, y bajábamos. Por la
escalera salíanos al encuentro el colega del segundo